Como principio de eficacia apostólica dentro de la labor de la Iglesia, la obediencia ha de ser motivada y alegre. Si hemos de delegar una tarea, acompañaremos esa orden con los motivos que fundamentan la importancia de la labor y su realización pronta y esmerada. Así nuestros subordinados no sólo comprenderán lo que tienen que hacer y cómo lo deben hacer, sino también la importancia esencial de la labor a fin de que la realicen de cara a Dios con iluminada autonomía, sin necesidad de tanta supervisión ni dirección.
Jesucristo nos ordena cuando dice vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos… y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado (Mt 28,20) Así vemos como toda autoridad para dirigir a los laicos está verdaderamente fundamentada en la necesidad de obedecer a Nuestro Señor Jesucristo y colaborar activamente en su plan de edificación de la Iglesia que Él fundó sobre Pedro (ver Mt 16,18).
Y cuando nos toca arrimar el hombro, lo haremos con la alegría de servir a Jesucristo por amor y en inadecuada reciprocidad, apenas un gesto muy pequeño si lo comparamos con la infinidad de bendiciones que de Él hemos recibido, comenzando con: la vida, el bautismo y la fe. Obedecemos alegremente por la gratitud que sentimos de haber sido llamados a su servicio, sin merecerlo, pues nosotros somos simples servidores (San Lucas 17,10)
La Iglesia es un cuerpo, en verdad es el Cuerpo Místico de Cristo y uno no puede visualizar un cuerpo sano si sus miembros no están en armonía, colaborando para mantenerse en vida, obedeciendo las directrices de su cabeza. En contraste el cáncer es desobediente, crece de forma desordenada y provoca muerte, así como los agentes externos que invaden y dañan al cuerpo también lo enferman, en ocasiones de gravedad.
La obediencia de los fieles asegura la continuidad de la protección divina para que el Cuerpo se mantenga en vida por el Espíritu Santo. Por eso Cristo nos exhorta a permanecer en su amor, unidos a Él en obediente vida sacramental. (ver San Juan 15,1-11)
La obediencia como toda virtud tiene su recompensa. Obedezcamos los mandamientos de la ley de Dios, obedezcamos los mandamientos de la Iglesia y sigamos los criterios de vida que nos enseñó Jesucristo, verdadero Dios, en su sermón de la montaña; las bienaventuranzas. Si obedecemos, con el ejemplo de los santos, pronto podremos constatar que Dios no se deja ganar en generosidad y sabe dar ciento por uno a sus amigos (Mt 19,29)
Reconozcamos en este momento a los hombres y mujeres que a través de los siglos han obedecido a Dios y han colaborado con Él en la historia de la salvación, de la que todos los fieles somos parte activa. Gracias a su obediencia hemos recibido innumerables bendiciones y ahora nos toca obedecer para que las futuras generaciones también hereden los mismos bienes, cada vez más plenos, conforme se va consolidando el Reino de Dios en la sociedad humana.
Contemplemos finalmente a la Sagrada Familia como modelo de obediencia. El hágase de María, Madre de Dios, en la anunciación. La obediencia de San José para aceptar a María como esposa encinta con el Hijo de Dios. El reencuentro de San José y Santa María con el Niño Jesús en el templo, separado de sus padres para cumplir con los asuntos de Dios Padre. ¡Qué gran dicha nos ha regalado esta Sagrada Familia a toda la humanidad con su obediencia!
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